– ¿Qué le atrae tanto del desierto, señor Lawrence?
– Está… limpio. (‘Lawrence de Arabia’, 1962)
Steven Spielberg siempre revisa ‘Lawrence de Arabia’ antes de iniciar el rodaje de cualquier película. La descubrió de adolescente en Phoenix. Salió del cine sin habla. Se compró el disco con la banda sonora de Maurice Jarre y estuvo escuchándolo meses intentando averiguar cómo se rodaron las escenas a partir de un libreto con fotos. No es difícil detectar la influencia que tiene sobre él David Lean. Hasta el extremo de que en ‘Poltergeist’ reprodujo el sonido de la tierra cayendo sobre el ataúd de la madre de Yuri Zhivagho en la secuencia en que la familia entierra a su pajarito mascota. Spielberg considera ‘Lawrence de Arabia’ como «el mejor guion de la historia del cine». En 1988 financió junto a Scorsese la restauración del filme y Lean pudo así incluir el metraje que Columbia eliminó en 1962.
Se cumple medio siglo del estreno de una epopeya que, de rodarse hoy, superaría los 300 millones de dólares de presupuesto. Claro que en aquella época no había efectos digitales para multiplicar los extras. Galardonada con hasta siete Oscar, ‘Lawrence de Arabia’ permanece como un clásico del cine y uno de los últimos ejemplos de un modelo industrial irrepetible. Hoy, ningún estudio financiaría un espectáculo filmado en paisajes naturales que, al mismo tiempo, pasa por ser un profundo estudio psicológico de un hombre destrozado por su propio mito.
Thomas Edward Lawrence (1888-1935) cimentó su leyenda cuando en 1926 publicó su autobiografía contando sus experiencias en el desierto, ‘Los siete pilares de la sabiduría’. El militar británico que acaudilló la revuelta de tribus árabes contra los alemanes y los turcos durante la campaña africana de la I Guerra Mundial ya era inmensamente popular gracias al periodista americano Lowell Thomas, que propagó sus hazañas en un espectáculo itinerante por EE UU y Reino Unido con la proyección de documentales rodados sobre el terreno.
El gozo de la tortura
La compleja personalidad de T. E. Lawrence no se agota en una sola película. «No sé si es usted un maleducado o un perfecto idiota», le espeta un superior. «Ni yo mismo lo sé», responde un héroe pletórico de arrogancia y vulnerabilidad. El guión del dramaturgo Robert Bolt, contratado después de rechazar el trabajo de Michael Wilson durante dos años, muestra a un iluminado que sufre una epifanía en el desierto. Un caudillo y un profeta atormentado rodeado de una guardia pretoriana, que se descubre gozando cuando le torturan o bañando de sangre la arena.
Más allá de aproximaciones psicológicas al mito, ‘Lawrence de Arabia’ se erige como un suntuoso espectáculo construido mediante imágenes hipnóticas: la sombra de Lawrence corriendo por el techo del tren asaltado, la legendaria aparición de El Karish (Omar Sharif) desde el horizonte -el director de fotografía Freddie Young osó filmar un espejismo-, la celebérrima transición que funde una cerilla consumiéndose con el amanecer del desierto…
El rodaje en un paraje jordano únicamente hollado por beduinos obligaba a mantener el celuloide en cámaras frigoríficas debido a las infernales temperaturas. La odisea de desplazar las gigantescas cámaras de 70 milímetros se sumaba a la necesidad de alisar la arena cada vez que se repetía una toma. Sevilla facilitó la capitanía de la Plaza de España y la Casa de Pilatos para recrear los cuarteles generales de Allenby en El Cairo y Jerusalén. El teatro Lope de Vega acogió la Conferencia de Damasco. La costa cercana a Carboneras, en Almería, sirvió para reproducir la ciudad de Akaba mediante 300 edificaciones de cartón piedra.
Fuente: eldiariomontanes.es
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Etiquetas: años, cincuenta, Lawrence de Arabia