“Me gustaba disfrazarme más que a otras niñas. Mientras todas querían ser princesas o hadas, yo era la bruja vieja y fea o el monstruo”, recuerda la propia Cindy Sherman, la gran maga del autorretrato. Una artista que ha dedicado su vida a fotografiarse encarnando miles de personajes. Fue luego una adolescente obsesionada por su imagen que se maquillaba religiosamente “todos los días del año”, aunque estuviera en cama con fiebre, porque “nunca se sabe, el amor de tu vida podría ser el cartero que llama a la puerta”. Después llegó la universidad, en aquellos años en los que los cuerpos femeninos renegaban de la tiranía de fajas y sujetadores y arreglarse el pelo o maquillarse era tan poco liberal como depilarse. En esa continua búsqueda de indentidad germinó su arte. A lo largo de sus 35 años de carrera, Sherman ha alterado su constitución con un arsenal de pelucas, prótesis y accesorios, para crear cientos de retablos fascinantes: estrellas de cine, amas de casa, aristócratas decadentes, payasos, cortesanas de otros siglos… Unos divertidos, otros tiernos, algunos desagradables, muchos perturbadores. La retrospectiva que le dedica el Museum of Modern Art de Nueva York (MoMA) recoge más de 170 de esos retratos que son 100% Cindy Sherman, porque ella trabaja sin asistentes y es la fotógrafa, la modelo, la maquilladora, la peluquera… Su obra ofrece una mirada alternativa a la belleza que ha sido objeto clásico de experimentación del arte, indagando en la hermosura de lo feo y lo grotesco. “Me gusta crear imágenes que desde la distancia parezcan coloridas, atractivas, exquisitas.. pero que, al observarlas de cerca, te des cuenta de que lo que estás viendo es algo totalmente opuesto. Me aburre perseguir la idea típica de la belleza. Eso sería lo más fácil”.
Cindy Sherman (Nueva Jersey, 1954) es una de las artistas más influyentes de nuestro tiempo. Su prolífica obra ha sido una exploración constante, elocuente y provocadora de la construcción de la identidad y la naturaleza de la representación. Es, para los expertos, piedra angular de la fotografía posmoderna. “Su importancia estriba en que con ella la fotografía entra de pleno de derecho en la escena principal del arte, siendo reconocida como un medio creativo al igual que las otras artes”, explica Oliva María Rubio, directora de exposiciones de La Fábrica, que edita, en paralelo a la retrospectiva del MoMA, un catálogo que recorre su trayectoria.
Su nombre comienza a colarse en las conversaciones de los entendidos a finales de los 70, gracias a la serie ‘Untitler Films Stills’ (Fotogramas sin título), retratos inspirados en las fotografías publicitarias, el cine negro del Hollywood de los 50 y 60 que sometían a examen los arquetipos femeninos y roles de género de la época. Pero fue con las 12 imágenes de su serie ‘Centerfolds’ (Desplegables interiores) de 1982, que pasaban por el tamiz de la crítica las imágenes de la revista Playboy, cuando su carrera despegó. “Su obra supuso todo un revulsivo por su decidida apuesta por la fotografía escenificada; su asunción de la pluralidad de roles femeninos frente a lo limitado e intercambiable de los estereotipos masculinos sobre la feminidad; su ambivalencia en relación con el feminismo, que suscitó numerosos debates en el mundo del arte; su coraje a la hora de explorar lo feo, lo macabro y su audacia a la hora de abordar el tema del sexo, desprovisto de placer e intimidad”, explica Oliva María.
La alta cotización de sus obras (en 1991, el MoMA pagó un millón de dólares por la serie ‘Untitled Film Stills’, una enorme cantidad para la época; y en año pasado, su obra ‘Untitled nº 96’ de la serie ‘Centerfolds’ se vendió por 3,9 millones, el precio más alto jamás pagado por una fotografía hasta aquel momento, aunque seis meses después el récord fuera batido por Andreas Gursky) y su reconocimiento en la esfera artística, con exposiciones en los museos más importantes del mundo la han alzado al elenco de los escogidos.
El dinero y el reconocimiento, sin embargo, no han acabado con sus inseguridades ni las fluctuaciones de su autoestima, pero lejos de parapetarse tras falsa modestia, asume con orgullo sus logros. “¿Si merezco todo ese dinero? Absolutamente sí. Porque pintores de mi edad con el mismo éxito están recibiendo esas cantidades. La gente piensa que como es fotografía, no es tan valiosa y porque eres una mujer, tampoco se te cotiza igual. Ese sexismo todavía existe”.
Historias sin título
Fotógrafa, mujer, reconocida y cotizada… ¿Norma o excepción en arte actual? En opinión de Oliva María, ni lo uno ni lo otro. Desde finales de los años 60 y principios de los 70, hay todo un grupo de mujeres (Marina Abramovic, Carolee Schneemann, Adrian Piper o Valie Export…) que están muy cotizadas y han sido objeto de exposiciones y reconocimiento. “Se ha recorrido un largo camino pero aún falta mucho hasta que las artistas estén en pie de igualdad con sus pares masculinos”.
Nueva York exhibe hasta el 11 de junio 170 ventanas abiertas a tantas historias como miradas. La lectura es personal por lo que no hay que buscar claves autobiográficas (aunque el material de trabajo sea el yo y el cuerpo). “Cuando las miro nunca me veo. Ninguno de esos personajes soy yo, si alguno llega a acercarse, lo descarto”. Habría que entenderlos más bien como exploraciones psicológicas. Sherman nunca titula sus obras.
No quiere condicionar la mirada del espectador. “Me gusta la idea de que diferentes personas pueden ver cosas distintas en la misma imagen, incluso si eso no es lo que yo quiero que vean”, asegura.
Sus personajes nos hablan de los estereotipos, de la multiplicidad de identidades de lo femenino, del miedo, del envejecimiento, de la historia del arte, de las convenciones del retrato… “Aunque algunos críticos han querido identificar la obra de Sherman con el feminismo, hay una ambivalencia en ella que le hace echar abajo estereotipos al tiempo que los reivindica. Más que una intencionalidad dirigida a una posición fija, lo que hay en su obra es un continuo cuestionar y explorar”, explica Oliva María.
Ahora ya apenas se maquilla, aunque le sigue encantando la moda y va al gimnasio cada mañana. Trabaja ocho horas al día en las que no tolera interrupciones (ni teléfono, ni e-mails, ni citas para comer) y tiene con frecuencia esos días en los que aborrece su trabajo y no puede soportar la idea de meterse en su estudio. Y, como ya se sabe que en casa del herrero, cuchillo de palo, reconoce ser un desastre con las fotos familiares: “¡Siempre olvido la cámara cuando vamos de vacaciones!”. Imposible encontrar su auténtico yo. Se escurre.
Fuente: eldiariomontanes.es
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